¿En verdad existe el lavado de cerebro?

¿En verdad existe el lavado de cerebro?

Hace varios días la cuestión de las «sectas» se adueñó de los medios masivos de la Argentina a partir del vínculo existente entre el llamado «Maestro Amor» y su principal promotor, el cuestionado «difusor espiritual» Claudio María Dominguez. Esa relación fue establecida por Pablo Salum en el «escrache» que protagonizó durante la charla de Dominguez en la Feria del Libro de Buenos Aires.

«Lavado de cerebro» y «manipulación mental» fueron sinónimos en un programa de TV. La víctimas de las sectas siempre parecen ser «otros».

En las «Bases del Proyecto de Ley sobre Manipulación Psicológica» piden organizar un comité formado por «especialistas y víctimas de grupos sectarios», crear «campañas de concientización», «un programa de apoyo psicológico y jurídico gratuito para las familias damnificadas y ex adeptos» y disolver el actual Registro Nacional de Cultos para que el Estado «no resulte cómplice concediendo la autorización» (de grupos) que se disfrazan con una fachada religiosa y cuyo fin oculto es la manipulación maliciosa de personas a fin de lograr beneficios de origen patrimonial, sexual o extraños a las creencias populares de nuestro país».

Adentrándonos en el texto del anteproyecto vemos que aspira a que los adultos que forman parte de una «secta» (mejor dicho, cualquier grupo considerado «sectario» por el comité) puedan ser objeto de «evaluación psicológica y psiquiátrica» para determinar si están «en pleno uso de sus facultades mentales» o si su voluntad y consentimiento se encuentran «viciadas», ya que (si así lo estuvieren) el grupo familiar podrá imponer judicialmente un tratamiento psicoterapéutico o psiquiátrico «con el fin de salvaguardar su integridad psicofísica».

Pablo Salum, quien se presenta como víctima de la Fundación Escuela de Yoga de Buenos Aires y asegura que debió «escapar» de un grupo liderado, entre otros, por su propia madre, argumenta que si esta ley llegase a promulgarse «su mayor venganza será la justicia». El joven ha insistido que urge sancionarla para que la legislación «contemple como delito la manipulación psicológica», ya que si ésta estuviese penada las sectas no se saldrían con la suya.

El grupo anti-sectas que integra Salum ya ha conseguido que la Legislatura de la Provincia de Córdoba sancione la Ley 9891, en cuyo Artículo 1º propone crear el «Programa Provincial de Prevención y Asistencia a las Víctimas de Grupos que usan Técnicas de Manipulación Psicológica«. El texto sancionado define así a «todas aquellas organizaciones, asociaciones o movimientos que exhiben una gran devoción o dedicación a una persona, idea o cosa y que emplean en su dinámica de captación o adoctrinamiento técnicas de persuasión coercitivas que propicien: 1) La destrucción de la personalidad previa del adepto o la dañen severamente, y 2) La destrucción total o severa de los lazos afectivos y de comunicación afectiva del adepto con su entorno social habitual y consigo mismo, y el que por su dinámica de funcionamiento le lleve a destruir o conculcar derechos jurídicos inalienables en un estado de derecho.»

La seguridad «judicial» con que se hacen tantas afirmaciones obliga a preguntar qué dice al respecto la bibliografía científica.

DEL «LAVADO DE CEREBROS» A LA PERSUACIÓN COERCITIVA

Aunque ahora algunos usen términos con lustre científico, como «manipulación psicológica» o «persuasión coercitiva», ya que consideran «anticuado» el concepto de «lavado de cerebro», las tres expresiones se refieren a las mismas técnicas de proselitismo, reclutamiento y retención de miembros atribuidas a los llamados «grupos sectarios».

La popularidad del llamado «control mental» como una suerte de hechizo capaz de influir dramáticamente el comportamiento de las personas es parecida a la que tuvo la hipnosis o el «mesmerismo» allá por el siglo XVIII, iniciada por el médico alemán Franz Mesmer (1733-1815).

La hipnosis, como en el siglo XX el «lavado de cerebros», llegó a causar temor social por haber convencido a muchos bien pensantes de que, correctamente administrada, podía doblegar la voluntad de las personas. Pero la acepción moderna de lavaje cerebral fue acuñada en 1951 por el periodista Edward Hunter para describir cómo cambiaron la escala de valores y las lealtades de los militares norteamericanos capturados en la guerra de Corea. Pese a que las condiciones de confinamiento carcelario y control físico no tenían nada que ver con lo que sucedían en otros grupos, de allí procede la idea. Estudios posteriores revelaron que aquellas «conversiones forzadas al comunismo» no fueron reales y, si lo fueron, reafirmaron convicciones anteriores o los conversos mutaron de opinión sin necesidad de presión alguna.

En la década del 70 del siglo XX, la idea del lavado de cerebro ayudó a explicar sencillamente la adhesión inesperada de numerosos jóvenes a movimientos como Hare Krishna, la Iglesia de la Unificación, Cienciología o los Niños de Dios.
Ante esta cuestión hay una marcada división entre psicólogos, médicos y abogados, por un lado, y sociólogos y antropólogos especializados en religión, por el otro. Mientras unos sostienen que existen técnicas de «reforma del pensamiento» que explican los cambios de conducta en las personas que adhieren a estos movimientos como si fuese parte de una «adicción» o de una «conducta psicopatológica», los segundos tienden a rechazar estas definiciones. Si bien en todos los grupos se manifiestan lo que el sociólogo Robert Balch llama «modelos de influencia social», la conversión religiosa es un complejo proceso de interrelaciones donde las creencias, las expectativas y el compromiso del adepto, como los elementos que aporta el entorno social y cultural, juegan un papel muy importante en su decisión de adherir a determinado grupo.

«Es un arma de control social que legitima la persecución de grupos religiosos, desplazando el problema del campo de la libertad religiosa al de la libertad de pensamiento» afirma Alejandro Frigerio, doctor en Antropología por la Universidad de California en Los Angeles e investigador del Conicet. La adhesión a un grupo cambia el comportamiento del reclutado, que adopta un nuevo rol en contextos determinados. «Estos cambios sólo se producen tras una prolongada participación en el culto. Las creencias disponibles en la cultura donde se manifiestan son determinantes», continúa el autor de un citado ensayo sobre conversión religiosa escrito con su colega Maria Julia Carozzi. El medio social es el que aporta la agenda: a veces están de moda los ovnis, otras los ángeles, otras la Virgen María y ahora, discursos sobre «el amor incondicional» como los de Sai Baba, Isha o Claudio María Dominguez.

La ciencia no avala el modelo explicativo que ofrecen los grupos anti-sectas. En 1987, la Asociación Americana de Psicología (APA) rechazó la evidencia en favor de la existencia de «técnicas deceptivas e indirectas de persuasión y control» propuesta por Margaret Singer, profesora de Psicología de la Universidad de California en Berkley. «No tiene el rigor científico y la perspectiva crítica e imparcial necesaria para su aprobación», objetó el comité de responsabilidad social y ética de la APA en su veredicto.

«NO SON DUEÑOS DE SUS ACTOS»

El compromiso hacia un culto religioso extravagante o a un grupo social no convencional ¿implica que las personas se vuelvan mágicamente incapaces de tomar decisiones? ¿Es tan simple ser obligado a renunciar a la propia voluntad? ¿Cómo saber cuándo los niveles de presunta «manipulación psicológica» pasan de castaño a oscuro?

Para el psicólogo norteamericano Newton Malony, quien fuese en vida miembro de la Academia Americana de Psicología Clínica, pastor metodista y profesor de teología, «la idea según la cual ciertas sectas peligrosas nos lavan el cerebro es usada para discriminar a los disconformes del sistema, no para explicar cómo funcionan tales grupos».

Los pequeños grupos que viven en «tensión» con la sociedad, cerrados a su influencia y que exigen lealtad y solidaridad total a sus miembros, como el sociólogo Peter Berger define a las «sectas», no supone necesariamente peligrosidad: muchas de las controversias surgen a raíz de los prejuicios sociales, la hostilidad de ex miembros o la cobertura confusa o inexacta de medios que se hacen eco de la vida interna de estos grupos, como sucedió con la Rama Davidiana liderada por David Koresh, que tras una brutal redada del Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego (ATF) alentada por militantes antisectas terminó con la vida de 86 personas, incluyendo a Koresh, en un rancho cerca de Waco, Texas, en febrero de 1993.

Entre los muchos lugares comunes que definen a las sectas como un «problema» se dice que los conversos son «jóvenes idealistas» o «personas insatisfechas con su vida» que fueron reclutadas usando métodos de captación engañosos. «Hay un modelo difuso de lo que es una secta cuyos componentes acusatorios pueden ser activados en cualquier momento para descalificar al grupo», afirma Frigerio. «Ese estereotipo —sigue el antropólogo— sobrevive el paso del tiempo porque, al mezclar rasgos de distintos grupos, siempre es posible encontrar alguno que posea parte de las características atribuidas a las sectas».

La acusación según la cual el adepto a un grupo «ha dejado de ser quien era» está relacionada con la obvia influencia que ejerce un nuevo ambiente, nuevas amistades, nuevas creencias y una educación que reorienta su biografía y su horizonte vital. Los explicaciones que dan sobre las «sectas» los grupos que las combaten suelen ser simples («manipulación psicológica», «reclutamiento forzado», etc.) y al mismo tiempo tranquilizadoras para los familiares y amigos, ya que los exculpa de responsabilidades. Los padres, por ejemplo, no sienten haber «abandonado» a sus hijos; al contrario, pueden victimizarse ya que fue «la secta» la culpable de haberlos «raptado y esclavizado». No importa que estas personas se encuentren satisfechas con su nueva vida o si son contenidas afectivamente. «Ellos no son quienes solían ser, no saben lo que hacen y están bajo el influjo del líder», es la respuesta estándar de los que combaten a las sectas —sin reflexionar sobre cómo han conseguido adivinar deseos, pensamientos y sentimientos ajenos.

ES MEJOR PREVENIR QUE ACUSAR

¿Qué sucede cuando una persona deja unas creencias y adopta otras? Según los sociólogos y antropólogos de la religión, las personas que buscan estos grupos son activas, curiosas, tienen sus dudas, temores y necesidades. «Los voceros de la cultura dominante —insiste Malony— creen que su manera de pensar protege a los jóvenes, que la búsqueda de un destino o del desarrollo de un potencial fuera de ésta lleva al descontrol. Pero es natural que los adolescentes pongan a prueba la tradición de sus padres. Ellos deben actuar con calma y, en vez de resistir sus elecciones, ponerse en su lugar y tratar de comprenderlos».

Una de fuentes de conflictos más frecuentes se presenta cuando amigos o familiares se niegan a aceptar que un adulto tiene derecho a cambiar de costumbres, vida o creencias. Los motivos de preocupación no siempre están justificados. Cuando, al contrario, hay sospechas fundadas de que personas con nombre y apellido pueden estar cometiendo un delito, corresponde hacer la denuncia a la Policía o a la fiscalía de turno. «Para prevenir o castigar posibles delitos, señala el doctor en Antropología social por la Universidad Federal de Rio Grande do Sul, Pablo Semán, «no hacen falta leyes extraordinarias».

Ante casos extremos, la socióloga inglesa Eileen Barker, fundadora de Information Network On Religious Movements (Inform), aconseja abrir un diálogo y afianzar vínculos afectivos con los devotos comprometidos en grupos donde se cumplan al menos tres de las siguientes condiciones:

1) Es un movimiento aislado social o geográficamente del resto de la sociedad, 2) exhibe fronteras abruptas e innegociables entre «ellos» y «nosotros» (por ejemplo, «los buenos y los malos»), 3) los líderes reivindican una autoridad divina para sus acciones o pedidos, 4) cuando el converso depende cada vez más del movimiento para definiciones y pruebas de lo que sería «la realidad», y 5) cuando son otros los que establecen las decisiones importantes sobre la vida del converso.

La intolerancia es fuente de conflictos que aumentan las tensiones naturales entre la sociedad (familias, medios, «especialistas», Justicia, Estado) y los grupos estigmatizados como «sectas». Una legislación represiva, asegura Barker, fomenta en grupos cerrados la tendencia a «ponerse a la defensiva» o fogonea «espirales paranoicas» que pueden terminar muy mal.

Para terminar, no solo dentro de las llamadas sectas hay delirantes. Entre los «anti», por ejemplo, hay un abogado rosarino que cierta tarde se entretuvo fingiendo ser la reencarnación de Prabhupada (1896-1977) para «sacudir» las creencias de un joven Hare Kirshna. No fue tomado en serio, pero si al devoto se le paralizaba el corazón, ¿alguien diría que fue asesinado por una «secta delirante»?

La anécdota ilustra la subjetividad con que se define al adversario en el campo religioso. Etiquetas sociales como «secta» o «lavado de cerebros» son puestas enseguida cuando el dedo apunta a un grupo religioso, pero no sucede lo mismo si los señalados son animadores, líderes políticos o periodistas con voces omnipresentes entre la ciudadanía, como si el fanatismo o el totalitarismo fuesen condiciones privativas de la esfera religiosa.

Fuente: http://ar.noticias.yahoo.com

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